Hoy traigo una palabra viva, una palabra que arde con el fuego del Espíritu Santo, donde vemos a nuestro Señor Jesucristo entrar en una ciudad llamada Naín. Quiero que abras tu corazón, porque esta palabra tiene el poder para cambiar tu vida.

LUCAS 7:11-17 » Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. 12Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. 13Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. 14Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. 15Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre. 16Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. 17Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor.»

Jesús entra a Naín acompañado de una multitud, pero ahí, en el umbral de la ciudad, se encuentra con otra multitud. Una procesión de muerte. ¡Oh, qué contraste, verdad! Por un lado, la multitud de la vida, de la esperanza, que camina con Jesús. Por otro lado, la multitud que lleva un cuerpo sin vida, la evidencia de una madre desgarrada, una viuda que ha perdido lo único que le quedaba: su hijo único.

Esa escena, amados, es el cuadro de nuestra humanidad. Estamos en un mundo lleno de muerte, de desesperanza, de lágrimas. Quizás tú has venido hoy cargando un féretro en tu corazón. Tal vez has enterrado tus sueños, tu fe, tu alegría, porque las circunstancias te han golpeado, te han robado lo que más amabas. Pero ¡escucha bien! Jesús está entrando a tu Naín en este momento.

Dice la Palabra que Jesús se compadeció de la viuda. Quiero que entiendas algo poderoso: el corazón de Jesús no está indiferente a tu dolor. A veces pensamos que Dios está lejos, que no ve nuestras lágrimas, pero el mismo Jesús que se detuvo en Naín es el mismo que hoy se detiene por ti. Su compasión no es pasiva. No es un simple sentimiento. La compasión de Cristo trae acción, trae intervención divina.

Jesús le dice a la viuda: «No llores.» Ahora bien, ¡esto parece contradictorio! ¿Cómo no llorar cuando todo parece perdido? Pero aquí está la clave: Jesús no le dice «No llores» para ignorar su dolor; le dice «No llores» porque Él ya tiene la solución, porque cuando Jesús habla, es porque algo sobrenatural está a punto de suceder.

Jesús no solo habló. Dice que se acercó y tocó el féretro. En los tiempos de la Ley, tocar un féretro hacía a alguien ceremonialmente impuro, pero Jesús, el Santo, no teme ensuciarse con nuestra condición. Él no se queda al margen de tu dolor. Jesús toca las áreas muertas de tu vida, toca lo que tú pensaste que jamás se levantaría. Y cuando Él toca, ¡todo cambia!

Y luego Jesús dijo con autoridad: «Joven, a ti te digo, levántate.» ¡Presta atención! Él no dijo «Levántate si puedes» ni «Levántate si quieres.» Él declaró vida con el poder de Su palabra, porque cuando Jesús habla, la muerte no tiene otra opción más que retroceder. Cuando Jesús habla, lo que estaba muerto vuelve a la vida.

El joven se levantó y comenzó a hablar. ¿Puedes imaginar el impacto? Esa viuda que minutos antes había perdido todo, ahora lo tenía todo de vuelta en sus brazos. Porque cuando Jesús se encuentra contigo, Él no solo restaura, ¡Él te da más de lo que perdiste!

Y toda la multitud glorificaba a Dios, diciendo: «¡Un gran profeta ha venido! ¡Dios ha visitado a Su pueblo!» Hoy quiero decirte que Dios ha visitado tu vida hoy. Él está aquí para tocar tus circunstancias, para resucitar lo que tú pensabas que estaba acabado.

¿Qué hay en tu féretro hoy? ¿Es un matrimonio roto? ¿Un hijo apartado? ¿Una enfermedad incurable? ¿Un sueño muerto? Yo te digo hoy, en el nombre de Jesús: «No llores, porque el Maestro ha llegado.» Él está tocando tu vida, y Su voz poderosa está diciendo: «Levántate.»

Recíbelo hoy. Declara hoy que la muerte no tiene la última palabra, porque Jesús, el Príncipe de la vida, ya venció. ¡Alábale, porque Él es digno de toda adoración!

OREMOS:

¡Padre Celestial, vengo delante de Ti, reconociendo que Tú eres la resurrección y la vida! Señor, así como tocaste el féretro en Naín y diste vida donde había muerte, hoy te pedo que toques las áreas muertas de mi vida.
Hoy entrego mis sueños, mis esperanzas, y todo lo que he dado por perdido, creyendo que en Ti hay restauración y propósito. Espíritu Santo, desata Tu poder, rompiendo cadenas, restaurando lo que he perdido, y levanta mi vida para Tu gloria. En el nombre de Jesús. Amén.

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